lunes, 28 de enero de 2008

Soledad

Otra vez. La misma historia de siempre. Una servilleta en rol de cuaderno, una lapicera comprada a último momento, un café con crema humeante, delicioso y un gran vaso de soda fría esperando a un costadito de la mesa junto a los sobrecitos de azúcar.
Otra vez. El Bar Sorocabana, espiando Córdoba desde la esquina de San Jerónimo y Buenos Aires.
Otra vez. La gente camina del lado de afuera del mundo, porque está claro que en este instante, el universo se concentra del vidrio para adentro. Algunos van solos pensando en nada y otros pensando demasiado. También ellas van solas, con prisa y sin saber porqué.
Carta breve a los solos y solas de Córdoba: ¡Uníos! Tomaros de vuestras manos y entrad al Sorocabana. Un café con crema para los solos y solas, por favor.
¡Oh! Soledad, infalible herramienta de vacío.
¡Oh! Soledad, me arrancaste el corazón mientras dormía y lo escondiste debajo de la suela de mi zapato. Me duele, cada paso que doy es una puntada en el pecho, del lado de adentro del vidrio.
Siempre pensé a la soledad como un gran campo de tierra, desierto, sin viento ni temperatura. Un lugar con veinticuatro horas de sol y mi sombra ausente en el piso.
También es estar más de media hora en el Sorocabana, con la taza de café vacía, mirando esta servilleta, sin encontrar la manera de terminar con este texto ni con esta soledad.

viernes, 25 de enero de 2008

¿Para qué?

Cuando el inca Huayna Capac llegó al pie de Sumaj Orcko no pudo ocultar su asombro ante la imponente montaña y ordenó su explotación para incrementar las riquezas del imperio.
Sin embargo, una poderosa voz en quechua proveniente del interior de la montaña les dijo: "Ama ttojpiychajchu mana kankunapacchu, Pachacamaj ujcunapajtaj huackaychan", que en español significa: "No toquen, no es para ustedes, Dios lo está guardando para otros".
¿Para quién Dios? ¿Para quién guardas los valiosos minerales del Cerro Rico de Potosí?
Durante más de cuatro siglos y medio, el majestuoso cerro fue escarvado hasta sus entrañas y despojado de su natural riqueza por colonizadores españoles.
Un puente de varios kilómetros de largo, otros tantos de ancho y cuatro dedos de espesor desde Potosí hasta España podría construirse con la plata extraída del Cerro.
Más de nueve millones de aborígenes murieron por su trabajo en las minas.
Ciento ochenta y tres días seguidos trabajaban sin salir, sin ver el sol, los mineros. Durante los seis meses restantes, debían cultivar quinua, papas e hijos, para que éstos continuasen a través de los años, la labor de sus padres, abuelos y bisabuelos.
Hoy, a partir de los nueve años, comienzan a trabajar en las minas, cobrando hasta los 15 años, 2,75 dólares por cada jornada laboral de ocho horas. Afortunadamente, cuando estos niños sin niñez crecen, pasan a ganar 7 dólares por día, de doce horas de trabajo, claro está.
Cuarenta años es, actualmente, la edad promedio de vida de los mineros del Cerro Rico de Potosí. Ellos lo saben, por eso cada sábado, el último día de trabajo, brindan en las venas mismas del Cerro, con alcohol puro. Se ahogan en 96 grados de penosa realidad.
¿Para quién Dios? ¿Para qué?

martes, 22 de enero de 2008

La desilusión

No preciso el mar para saberme náufrago, o un bastón blanco para estar ciego.
Tampoco necesito la oscuridad ni el frío para temblar de miedo.
Una bolsa de nylon envuelve mi cara y una pasa de uva tengo por alma.
Las horas y los días se suceden y no me entero.
¿Soledad? ¿Melancolía? ¿Pena? No. Desilusión.

sábado, 19 de enero de 2008

Api

Api: bebida tibia a base de harina de maíz morado.
Para hacer api se necesita:
* haber visto al menos un cactus de corazón viejo, de 10 metros de alto como mínimo.
* apunarse y tener un bollo de coca en la boca.
* sentarse, en el cordón de la vereda, a contemplar la mirada de una chola de no más de un metro cuarenta de alto por tres metros cúbicos de alma.
* Además, dos litros de agua hirviendo, una taza de maíz morado, azúcar, canela y jugo de limón a gusto.
Modo de preparación:
Tocar el cactus con la palma de la mano y sentir el paso del tiempo en la piel (de ambos). Sentarse en cuclillas a sacar uno por uno los cabitos de la la hoja de coca antes de llevarla a la boca. Estremecerse y reflexionar sobre la vida mientras se observa la chola. Mezclar los demás ingredientes revolviendo constantemente para evitar grumos.

jueves, 10 de enero de 2008

Un chico de barrio

Augusto López ochocientos veintiuno. Aroma a flor de naranjo. Esa fue la única vez que fui un chico de barrio.
Mi vieja laburaba en la tan manoseada Secretaría de Agricultura y Ganadería y Recursos Renovables (hoy Agencia Córdoba Ambiente) y mi viejo en la ex ex ex Hidráulica.
En casa, en Bº Gral. Bustos éramos seis: un par de abuelos, otro de padres, mi hemana y yo.
Cada mañana me acompañaba al colegio Alejo Carmen Guzmán la mujer (y a ver quien se anima a decir lo contrario) más bella del barrio. Me llevaba de la mano, cobijando la mía con la suya. El pelo corto y prolijamente pintado de marrón, los ojos delineados de azul y la boca... ¡Qué hermosa boca! Nadie que yo conociera podía tener una boca tan maravillosa como la de mi abuela. Una boca amplia, de labios justos, ni finos ni gruesos. Fucsia. Igual que sus polleras.
Sólo existen dos colores en mi niñez. El fucsia, tan sensual, tan mágico como cada línea y cada ángulo de su rostro.
Y el verde. ¡Cómo vivir en Bº Gral. Bustos en los '80 y no enamorarse del verde!
Tac tac tac... a la tarde mi pelota de básquet nro. 5 golpeaba cada baldoza desde casa hasta el club Atenas. Bien naranja, con puntitos, y con ese olor tan a pelota de básquet. Cuaquiera que haya llorado este deporte, puede reconocerlo.
Iluminado por las anécdotas de mi abuelo Italo, como gran jugador de Atenas de los años '50, iba yo al club de Aguado y Galeotti. Tac tac tac...
Italo caminaba todos los días más de cincuenta cuadras, y yo, cuando no estaba en el club o jugando a tirar csas arriba del techo de casa, lo acompañaba. Como hasta hoy, el hablaba y yo admiraba.
Mientras caminábamos me contaba historias: de básquet, de sus hermanos, de su Rosario natal y otra vez de básquet.
Mi abuelo fue (y a ver quien se anima a decir lo contrario) el único jugador de básquet que nunca perdió un partido por más de dos puntos.
En casa, al terminar el almuerzo, cuando el postre, mi hermana y yo nos sentábamos en el patio y, bajo el sol, disfrutábamos (¡realmente lo hacíamos!) de una cazuela llena de praliné o de crema pastelera helada preparada por la mujer más bella de barrio.
Todo continuaba en la pequeña habitación donde mi abuelo dormía la siesta, subiendo por la escalera del hall.
Para que me durmiese, él contaba cuentos: Anita y Pepito, El Zorro Colorado, Anita y Pepito y El Zorro Colorado, y así todos las siestas.
El Zorro Colorado se robaba jamones de un almacén, y a cambio, el lobo, no se lo comía. Y cuando el zorro, repentinamente, agregaba a su delicioso botín, queso roquefort y salame de la Colonia, yo, sigiloso, me escapaba sin hacer ruido porque mi abuelo se había dormido y, soñando, agrandaba el prontuario gastronómico del pobre zorro.
Y así pasaba mis tardes de chico de barrio, y así las recuerdo, mientras escribo y sostengo en mi mano, una flor de azahar.