miércoles, 21 de enero de 2009

El alimentador de peces

Cuando paso tiempo sólo, se me ocurren muchas cosas por hacer para asesinar el tiempo, ninguna se lleva a cabo, claro. O casi ninguna.
Estudiar lenguas, por ejemplo. Hace tres años aproximadamente que me digo a mi mismo: “vamos pablito, búscate unos libros o utiliza ese extraño instrumento llamado internet y ponte con el italiano, o el catalán, o el francés, o (juro que también tuve la intención) el latín”. Y nada, allí quedan los libros en sus estantes de librería, allí queda la internet en su ciber café y allí quedo yo, sin cultivar el aprendizaje.
En una época hice el intento con la fotografía, y entre la apertura del diafragma (¿?) y la distancia focal, quedó nuevamente mi intención a la deriva.
También quise alquilar películas viejas y comprender por que Salzano quiere que vuelva Mastroianni, el hombre que le enseñó a usar sobretodos con el cuello levantado, pero tampoco; siempre algo (menos interesante seguramente) me distrae y mantiene alejado del ponderadísimo muchacho que no sabe llegar al fondo de las cosas.
En otras ocasiones me propongo, fortalecer este cuerpito mediante algún tipo de ejercicio, más no sean un par de flexiones y otro de abominables. Tampoco, siempre es tarde y tengo otras cosas por hacer. Estudiar idiomas por ejemplo.
Quise también despertar mi capacidad músico-instrumental, y tras haber comprado mi tercera armónica (una con cd y manual incluidos), interpreté que quizás aquella, estaba profundamente dormida.
Y este año, allá por abril y aprovechando que la vida dispuso que esté cerca al mar, tuve otra brillante iniciativa. Pescar. Si bien mis conocimientos en esta área son algo básicos (caña, tanza, anzuelo, carnada, pez), sólo se trataba de juntar un puñado de decisión y dedicarle algunas tardes a dicha actividad. Y para mi sorpresa, así se hizo.
Una mañana fui a una casa de artículos deportivos, y con la ayuda de una muy paciente vendedora, volví a casa con una caña telescópica (como aquellos vasitos de plástico de la niñez), una caja de pescador llena de repuestos de anzuelo, dos boyas de telgopor, y una cajita de cartón repleta de lombrices.
Ese mismo día fui al mar con un amigo conocedor del tema. El armó su caña y la mía, por supuesto. Y comenzó la aventura. La desventura.
Las primeras cuatro veces que fui a pescar, me volví sin peces ni lombrices. Tres euros con veinte cada caja, me suponían un gasto no justificado, aunque estimo que los peces pensarían exactamente lo contrario. Eso sin contar que perdí las dos boyas y seis plomitos que se quedaron enganchados en alguna planta marina. A todo esto, mi compañero de pesca, Jorge, sacaba lubinas, sargos y doradas de un kilo y medio, que cuando éste las traía enganchadas por el anzuelo, me sonreían con sorna, mirándome de reojo.
No obstante, debo admitir que aquella actividad, seguía despertando mi interés. Y así fue como, de manera extrañamente tesonera, continué intentándolo.
Cambié las lombrices por anchoas frescas, y a Jorge por un mp3.
Nada. Otra vez los peces, agradecidos por el almuerzo gratis.
El último sábado, aprovechando que era mi día libre (del trabajo al menos), me desperté temprano y fui a la pescadería del pueblo. Le conté al dueño sobre mis intentos con la materia, y me recomendó utilizar camarones como carnada. También me aconsejó que preparase una mezcla de leche, pimentón, pan y azúcar para arrojar en la zona donde posteriormente tiraría el anzuelo y así atraer a los pececillos. Compré 250 gramos de dicho marisco, agradecí los consejos y me volví a casa rápidamente a preparar el menjunje. Armé la caña como pude y me fuí, esperanzado, a unas rocas que busqué cuidadosamente calculando el oleaje y la suave brisa de aquella fantástica y soleada jornada...
Se comieron todo los hijos de puta. Los camarones, la guarnición de pan y pimentón y mi entusiasmo. Como corolario, mientras recogía mis cosas para volverme a casa y maldecía a todos los santos y peces del mundo, se largó a llover intensamente. Y así, empapado, regresé a buscar alguna armónica perdida.

viernes, 16 de enero de 2009

Gracias, Dr.

Mi primer amigo se llamó Uchima. Yo no lo supe, hasta ahora. Supongo él no lo sabrá nunca ya que sólo lo vi dos veces en mi vida y la primera no la recuerdo.
Pero una mañana, de hace unos 18, 19 o 20 años fui con mi vieja a la ex Clínica de la Concepción en la calle Buenos Aires, esquina Hipólito Yrigoyen a visitar al Dr. Agrelo, mi pediatra.
De él si me acuerdo mucho. Del bolsillo de su delantal blanco también. El bolsillo del lado del corazón tenía bordado su apellido con hilo azul, en cursiva: Dr. Agrelo, decía. Con el tiempo supe que se llamaba Fernando, no Dr.
Lo que me gustaba de ir a verlo era que siempre estábamos solos en su consultorio. Dos hombres conversando, mientras mi vieja esperaba afuera, seguramente leyendo.
Yo llegaba, me sentaba en una camilla forrada de cuerina negra, cubierta por una sábana blancuzca.
El se sentaba detrás de su escritorio y de sus lentes de doctor. A su espalda, sobre la pared beige, dos diplomas encuadrados, certificaban que era médico y que se llamaba Agrelo. Agrelo, Fernando.
Hablaba tranquilo, serio, y preguntaba profesionalmente en voz gruesa. Yo siempre respondía muy educado, como si estuviese hablando con Dios. De vez en cuando me reía, él me miraba por abajo de sus lentes, y también sonreía. En ese momento yo sabía que después de mi viejo, el Dr. Agrelo era el hombre más bueno del mundo. De Córdoba, como mínimo.
Siempre que me ponía una maderita con gusto a pino en la boca, mientras yo sacaba la lengua y decía aaaaaahhhh aaaaahhhh, yo tenía miedo de que se diera cuenta que no me había lavado los dientes. Pero no, el estaba para cosas más importantes que un par de caries. Me alumbraba con su linternita infinita y me decía: “muy bien, está todo bien Pablo”. Y yo respiraba tranquilo pensando que se refería a mi alma de niño. Después, observando a mi tío Mario, que también es Dr., supe que la luz de la linterna no era tan infinita y sólo llegaba hasta las amígdalas.
A continuación, se calzaba el estetoscopio. Yo me sacaba la remera y esperaba el frío contacto de dicho aparato en mi espalda primero y en el pechito blanco después. Respirar hondo y largar el aire despacito era la consigna, para escuchar los latidos. Como la vida misma. Gracias, Dr.
Y esa mañana de hace 18, 19 o 20 años, tras la visita al Dr. de los diplomas, mientras mi vieja y yo salíamos de la clínica, nos cruzamos con otro hombre bueno de delantal blanco. Mi vieja se acerco a mi oído y me susurró: "Ese es el Dr. Uchima, me atendió en al parto cuando naciste”.
Fue la segunda y última vez que ví a mi primer amigo.
Salud Uchima, que alguien lo tenga en la gloria.

miércoles, 14 de enero de 2009

Una respuesta, por favor.

¿Donde están mis muertos? No tengo muchos, pero ya son demasiados.
A pesar de la absurda idea de un encuentro en el cielo azul e inexistente, que maravilloso sería. Al menos una vez más, al menos, otro abrazo.
Lo terrible no es la muerte en sí.
Se trata de la desaparición. De la ausencia repentina y eterna (muy eterna) en la vida de los que quedan respirando, latiendo y dando vueltas sin entender cómo y sin saber dónde.
¿Donde está el olor, la textura de las manos, la voz, la presencia, la manera de caminar, la sonrisa, la mirada ...?
¿Qué pasa con las horas y los días no vividos? ¿Quién se los devuelve? ¿Quién me lo explica?
No necesito saber que la vida es así, la naturaleza y su puta madre. Tampoco me interesan los recuerdos, la memoria y demás verdades. No, hoy no. Hoy solo me sirve la exactitud, la respuesta concreta e imposible.
No quieran convencerme, nunca seguí al mejor postor.
Cierro los ojos, respiro, intento pensar, y el vacío se engrandece.
Como se acostumbra uno, teniendo la certeza de que eso que dicen de las propiedades curativas del tiempo, es una completa farsa?
Parca: le pusimos nombre para darle forma, para convencernos de algo. Como lo del cielo. Nada sirve ante semejante debilidad.
Quiero verlos. ¿Donde están?

jueves, 8 de enero de 2009

Melchor, Gaspar y el Negro Basaltar

Queridos Reyes:
Este año me he portado bien. Pude salir a flote (no sin haber perdido el timón previamente) de la marea cotidiana. Creo haber hecho bien las cosas, haber aprendido un poco más cada día, y haber intentado al menos, hacer feliz a la mayor cantidad de gente que pasó cerca mío. Por esto, y considerando que hace ya muchos años dejé de pedirles pasaran por casa con un regalito, es que les escribo y solicito:

Que me devuelvan el olor al pan con chicharrón.
Que la vida no pase tan de prisa.
Que el padre palestino que sale en la foto del diario con su hijito muerto en brazos pueda volver a vivir en paz.
Que el tomate vuelva a tener gusto a tomate.
Que Marylin Monroe me cante el cumpleaños feliz.
Que Central salga campeón.
Que mi vieja pueda darle un beso en la nariz a Gerard Depardieu.
Que las ametralladoras de Gaza estén llenas de telgopor.
Que el “Palito” Cerutti no vaya en ese auto.
Que todos los hijos de puta (ellos saben quienes son), dejen de serlo.
Que alguien ayude a Laura Ingalls.

Tengo más, pero supongo vuestro viaje es largo y no pueden cargar con tanto peso.

viernes, 2 de enero de 2009

La tarde.

Pasó un tipo con un perro atado a un cochecito con un bebé dentro.
Pasó una pareja de viejos caminando lento, de la mano, mirando el mar.
Pasó trotando una mina de buen culo.
Pasó un gato viejo y gordo.
Pasó un rato sin que nadie pasara.
Pasaron cinco chicos hablando a los gritos de fútbol.
Pasaron dos mujeres con cámaras de foto.
Pasaron tres viejas de pelo blanco y equipo de gimnasia de viejas.
Pasó un chico en bicicleta.
Pasó otra pareja, más jóvenes, de la mano pero sin mirar el mar.
Pasó otro rato.
Pasaron dos tipos hablando francés.
Pasaron dos chicos fumando y sin hablar.
Pasó una embarazada tocándose la panza.
Pasaron dos nenas parecidas a Laura Ingalls pero sin catástrofe.
Pasó un bastón de madera sosteniendo a un viejo parecido a un viejo.
Pasó la tarde y no me dí cuenta.
Lo que pasa, Pablito, es la vida.

Natále, djo (y Totó se agarró la cabeza).

Llueve. A las tres y media de la madrugada de la Navidad. Según cuentan las lenguas malas (aunque no todas lo sean) hace unos 2008 años nació un tal Jesus, hijo de un carpintero que no era Gepetto, aunque valga la sutileza. La madre se llamaba María, y, sin saberlo, fue la creadora de la mentira más mentirosa y mejor mentida en la historia de la humanidad. Menudo título.
Nosotros, los divinos consumidores, en esta fecha y para “recordar” tal acontecimiento, nos reunimos con nuestros seres queridos, los queremos un poco más y les agasajamos materialmente. Estos actúan de igual manera, y todos sonreímos. Nuestro estómago también se zambulle en el éxtasis general y participa activamente de la fiesta, consciente de la potencial dependencia de cajas de alikal. Seguimos sonriendo. El mundo se pone a hacer pesebres y la alegría de este día hay que festejar...
Como sea y le guste a quien le guste, por un instante, por un mísero instante, nos sentimos diferentes. La rutina y el extrañísimo acto de vivir se segundean sin la menor prudencia. Somos felices y comemos vitel toné con confites.
Mi vida está llena de recuerdos navideños. En cada uno de ellos sonrío y están los que hoy extraño.
Y lo que intenta dar sentido a este pollo desmenuzado, es que aunque hoy llueva y esté lejos, igual pude sonreir. Porque hablé con ella.
Gracias, a-dios.