viernes, 16 de enero de 2009

Gracias, Dr.

Mi primer amigo se llamó Uchima. Yo no lo supe, hasta ahora. Supongo él no lo sabrá nunca ya que sólo lo vi dos veces en mi vida y la primera no la recuerdo.
Pero una mañana, de hace unos 18, 19 o 20 años fui con mi vieja a la ex Clínica de la Concepción en la calle Buenos Aires, esquina Hipólito Yrigoyen a visitar al Dr. Agrelo, mi pediatra.
De él si me acuerdo mucho. Del bolsillo de su delantal blanco también. El bolsillo del lado del corazón tenía bordado su apellido con hilo azul, en cursiva: Dr. Agrelo, decía. Con el tiempo supe que se llamaba Fernando, no Dr.
Lo que me gustaba de ir a verlo era que siempre estábamos solos en su consultorio. Dos hombres conversando, mientras mi vieja esperaba afuera, seguramente leyendo.
Yo llegaba, me sentaba en una camilla forrada de cuerina negra, cubierta por una sábana blancuzca.
El se sentaba detrás de su escritorio y de sus lentes de doctor. A su espalda, sobre la pared beige, dos diplomas encuadrados, certificaban que era médico y que se llamaba Agrelo. Agrelo, Fernando.
Hablaba tranquilo, serio, y preguntaba profesionalmente en voz gruesa. Yo siempre respondía muy educado, como si estuviese hablando con Dios. De vez en cuando me reía, él me miraba por abajo de sus lentes, y también sonreía. En ese momento yo sabía que después de mi viejo, el Dr. Agrelo era el hombre más bueno del mundo. De Córdoba, como mínimo.
Siempre que me ponía una maderita con gusto a pino en la boca, mientras yo sacaba la lengua y decía aaaaaahhhh aaaaahhhh, yo tenía miedo de que se diera cuenta que no me había lavado los dientes. Pero no, el estaba para cosas más importantes que un par de caries. Me alumbraba con su linternita infinita y me decía: “muy bien, está todo bien Pablo”. Y yo respiraba tranquilo pensando que se refería a mi alma de niño. Después, observando a mi tío Mario, que también es Dr., supe que la luz de la linterna no era tan infinita y sólo llegaba hasta las amígdalas.
A continuación, se calzaba el estetoscopio. Yo me sacaba la remera y esperaba el frío contacto de dicho aparato en mi espalda primero y en el pechito blanco después. Respirar hondo y largar el aire despacito era la consigna, para escuchar los latidos. Como la vida misma. Gracias, Dr.
Y esa mañana de hace 18, 19 o 20 años, tras la visita al Dr. de los diplomas, mientras mi vieja y yo salíamos de la clínica, nos cruzamos con otro hombre bueno de delantal blanco. Mi vieja se acerco a mi oído y me susurró: "Ese es el Dr. Uchima, me atendió en al parto cuando naciste”.
Fue la segunda y última vez que ví a mi primer amigo.
Salud Uchima, que alguien lo tenga en la gloria.

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