jueves, 5 de febrero de 2009

Augustolópezochocientosveintiunoteléfonosetentayunocuarentaytressesentayseis.

Cuando vivía en AugustoLópezochocientosveintiunoteléfonosetentayunocuarentaytressesentayseis, siempre jugaba a lo mismo. A los Piluquis. Me sentaba en el comedor y enganchaba uno por uno esos autitos de plástico de los de antes. Sin fricción, sin muchas piezas, sin control remoto y, sobretodo, irrompibles. El amarillo era de carreras, el blanco la ambulancia, el azul la policía, y rojo, mi preferido, un fitito sin techo. Después estaban los otros que completaban la colección.
Cuando vivía en AugustoLópezochocientosveintiunoteléfonosetentayunocuarentaytressesentayseis, siempre jugaba a lo mismo. A la casita robada. Con la mamá del papá de mi mamá. Ella jugaba a la escoba al mismo tiempo y ninguno de los dos se daba cuenta. Pero al final, mientras yo contaba las cartas acumuladas, ella festejaba por tener la setenta y los velos.
Cuando vivía en AugustoLópezochocientosveintiunoteléfonosetentayunocuarentaytressesentayseis, siempre jugaba a lo mismo. A María y José. Mi hermana era María y yo José. Siempre la salvaba de algo, la rescataba. Con el tiempo nos dimos cuenta del poder de persuasión de nuestras abuelas creyentes.
Cuando vivía en AugustoLópezochocientosveintiunoteléfonosetentayunocuarentaytressesentayseis, siempre jugaba a lo mismo. A Tarzán, el Rey de los Monos. Yo me ponía en una punta del patio y mi abuelo (el único basquetbolista del mundo que nunca perdió un partido por más de dos puntos) en la otra, recostado sobre el pasto. Antes de iniciar la carrera hacia él, gritaba como un mini tarzán de General Bustos: aaaahhh aaaahhhhh aaaahhhh. Corría, saltaba y volaba hacia las manos grandes de mi abuelo, que me abarajaba en el aire, como si fuese una bolsita de carne tierna. Un día tomé más envión de lo normal, y me agarró con mucha suerte, justo antes de hacerme mierda contra la casilla donde estaban las garrafas de gas. No hubo más vuelos. Pero los reemplazó sabiamente contándome historias del elefante Tantor, la serpiente Histha y la mona Chita.
Cuando vivía en AugustoLópezochocientosveintiunoteléfonosetentayunocuarentaytressesentayseis, siempre jugaba a lo mismo. A armar historias. Yo era el muchachito y mamá la muchachita. “Vos eras tal persona y yo tal otra. Un malvado nos había encerrado en blah blah blah. Y resulta que vos blah blah blah, entonces yo blah blah blah...”. Ella escuchaba mientras yo relataba lo que íbamos a hacer. Cuando terminaba de armar la historia, con guión incluído, se acababa el juego.
Cuando vivía en AugustoLópezochocientosveintiunoteléfonosetentayunocuarentaytressesentayseis, siempre jugaba a lo mismo. A ver novelas brasileñas sentado en la falda de mi abuela, la más hermosa del barrio. En las partes pornográficas, cuando a la protagonista se le veía un cuarto de teta, ella me tapaba los ojos y se reía. “Uuhhh no mirés, Palín, no mirés”, decía.
Cuando vivía en AugustoLópezochocientosveintiunoteléfonosetentayunocuarentaytressesentayseis siempre jugaba a lo mismo. A las luchitas. En el mismo escenario del mini tarzán pero con mi papá. El se ponía de rodillas con las manos atrás, exhibiendo su cara para que yo le encajara una piña. Se movía tan rápido que nunca pude pegarle una. Cuando me cansaba me tiraba encima suyo y el me abrazaba y me hacía las mejores cosquillas del universo.
Se me pone la piel de gallina y el corazón lleno de sonrisas, cuando recuerdo como me sentía viviendo en AugustoLópezochocientosveintiunoteléfonoetc etc etc.

1 comentario:

Miquita dijo...

aunque no lo creas te estoy leyendo, difrutando mucho de tus escritos y extrañándote mucho. Especialmente este finde. Un abrazo grande.